¿Su felicidad nuestra envidia?



Haciendo memoria recuerdo una frase que alguna vez me dijeron –y vaya que tenían razón– “Las casas son como un teatro, donde la sala equivale al escenario y la cocina y baño equivalen al backstage. Es decir, en la sala, sobre la alfombra y los sofás, la gente monta una actuación, mientras que en los otros ambientes la gente se calatea y habla con franqueza.”

Por supuesto que esta frase no hubiera recobrado valor alguno en el mar de mis recuerdos sino es que, estando reunido con un grupo mixto de amigos celebrando el inicio del verano en la playa –como de costumbre- y conversando sobre cualquier cosa; de repente, cerca de nosotros cruza una mujer escultural en bikini que se roba las miradas lascivas de los chicos y deja en incómoda posición a las chicas, muchas de ellas mantecosas, brazudas y llenas de estrías.

De pronto y mientras la mujer del bikini se alejaba unos metros, una de las chicas del grupo murmuró: “qué bestia, seguro es operada esa tipa ¿Le vieron los pechos? Dos globos de cumpleaños jajaja”. Ahí nomás, otra envidiosa reforzó el ataque unilateral diciendo: “así cualquiera se ve regia, pues, qué fácil”. A lo que una última rolliza apuntala: “una que se mata en el gimnasio, mientras otras van y se meten aceite de avión en el poto; qué tal concha carajo”.Pero fue realmente la noche del viernes que comprendí la veracidad de esta frase. 
Tras conversar con un viejo amigo, quedamos en reencontrarnos después de mucho tiempo en un bar cerca a mi casa, al cual fuí a buscarlo. Ingresé al lugar y el estaba sentado en una mesa, rodeado de cuatro tipos que jamás había visto, desde donde me pasó la voz. Nos saludamos efusivamente y me invitó a sentarme; rapidamente me agencié una silla y me hice un lugar entre los contertulios.

Uno de ellos me sirvió de inmediato un vaso con cerveza y yo interpreté ese gesto como una muestra de cordial bienvenida. Mientras chocamos nuestros vasos, sentía que esos sujetos extraños me caían bien, porque me habían recibido con buena onda. -Quizá hasta hagamos buenos amigos con algunos de ellos- Pensaba durante el largo sorbo inicial.

La mesa estaba atestada de vasos, ceniceros colmados de colillas y dos jarras de cerveza. Eran más de la una de la mañana y luego de actualizar nuestras vidas, mi amigo y yo nos sumamos a la conversación grupal. Resuelvo que están hablando de mujeres: sus novias actuales, sus ex enamoradas, las viejas conocidas, las nuevas anónimas, las meseras que atienden en el local, las chicas que van y vienen a nuestro costado y aunque era una conversación llena de naderías machistas, me divertía. Era una noche de hombres, finalmente, y cuando los hombres se juntan se dedican buena parte del tiempo a hablar de mujeres.

De repente, ingresó al lugar una chica que impactó a todos. Parecía salida de un póster, de un comercial de lencería, de un desfile de verano. Cabello suelto alaciado, blusa de verano, minifalda, tacos. Estaba guapa y andaba muy erguida; erguida y lenta como un ciervo desconfiado que sabe que acaba de pisar un territorio de bestias muertas de hambre.

“Miren esa flaca, qué rica”, anunció uno de los chicos de la mesa, mientras tragaba, con modales desprovistos de toda urbanidad, un puñado de cancha. Todos volteamos a mirar a la advenediza, que como una Diosa caminaba entre las mesas, buscando un lugar donde situarse.

Ahí estaba ella: flotando sobre la laja de este lugar mugriento, levitando en medio de los parroquianos, que la contemplamos boquiabiertos como si fuera la mismísima Virgen de la Anunciación. Y aquí estamos nosotros: siguiéndola desde nuestras sillas, como esperando que algo de ella -un pelo, una uña, siquiera una callosidad- nos roce la piel; aguardando que su mano nos toque la cabeza y nos salve así de la mediocridad de ser unos ordinarios mortales. De pronto, la voz de uno de mis nuevos compañeros quiebra el precipitado silencio en que estábamos envueltos:

“Sí, está bien rica, pero si vieran a su novio: es un imbécil”;

“¿Ah, sí? No jodas, replica otro”, como pidiendo más detalles.

 “Sí, lo conozco de la universidad, es un pavazo medio fumón que se computa el papi porque tiene fichas y maneja una cañaza”. “Dicen que le saca la vuelta cada vez que quiere”, agrega presuroso el informante.

“Puta, qué tal injusticia: esa mamita tan linda con un atorrante. Fijo que están por su billete”, especula un tercero.

“Bueno, pero si le gustan ese tipo de huevones debe ser una corcha”, concluye mi amigo, que con esa acotación delata unos prejuicios retrasados que no recordaba de él.

“Salud”, propongo yo, como para devolver el gesto con el que me recibieron, pero sobre todo para cambiar de tema y dar por concluida tan sofocante e indiscriminada sesión de comentarios rastreros.

Horas más tarde, de regreso a mi casa, recuerdo ese pasaje de la charla con mi amigo y los cuatro fulanos y caigo en la cuenta de lo patético del cuadro visto desde fuera: cinco hombres especulando sobre la vida ajena, chismeando como urracas, basándose en trascendidos, llegando a conclusiones que quizá nada tengan que ver con la realidad.

De la misma manera asocio ese capítulo con el episodio de la reunión en la playa, en la que los comentarios dinamitaban la fama de aquella chica. Y es que hombres o mujeres, todos por igual, no solo se dedican a criticar vestidos, apariencias y looks; sino que además canjean información selecta sobre el pasado y la biografía de la persona  a la que están destruyendo, y a la cual –desde luego y ténganlo por seguro– le pasarán franela un ratito más tarde.

A lo que deseo llegar y sin ánimos de ofender es que a la gente –esta bien, no a todos- le encanta hablar del resto, como se aburren muy rápido de ellos mismos, prefieren invertir el tiempo de conversación pontificando y exagerando la existencia de los demás, dando vida a un retorcido teléfono malogrado que solo produce malos entendidos.


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